Cine
mexicano I
Por Vanesa Robles
Para darse un caché de modernidad, y también para hacer
negocio, los que mandan en la ciudades creen que es indispensable aprovechar
todos los espacios disponibles entre la tierra y el cielo. Por eso ahora uno
puede ver el cale de varias películas mientras espera el camión.
El cale es una palabra muy de mi madre, Hortensia, criada
en un rancho de Etzatlán que un tiempo cortísimo vivió mareado por la bonanza
de una mina y el resto del tiempo ha vivido maltrecho por el abandono de la
misma mina. Allá las cosas son simples: el rancho se llama La Mazata; la mina
se llamaba Mineral de La Mazata. Al salón de cine le decían el Salón. Y los
avances de las películas eran cales —para mi madre un trailer es un camión al
que hay que tenerle miedo en la carretera—.
En esa lógica, el cácaro del cine era el “Churra” y nadie
tenía por qué saberse su nombre de pila porque todos lo conocían como el
“Churra”.
Foto: Google maps |
Los que vivieron en La Mazata entre los años cincuenta y
los setenta recuerdan, nítida, la voz del cácaro. Sin contrato de por medio ni
intenciones de mala fe se entendía que además de proyectar la película la
anunciaba, cobraba y estaba al pendiente de lo que se ofreciera en el Salón. El
patrón del “Churra” era mi abuelo, Jesús Aguilar.
Dos veces por semana al “Churra” le tocaba darle publicidad
a las películas, que traían dos distribuidoras: Cine Regis y Cine San Juan. Las
cintas llegaban a las cuatro de la tarde y la función empezaba a las nueve de
la noche. Entre las cuatro y las ocho cincuenta la voz del “Churra” se imponía
en el cielo del rancho desde un altavoz: “Estamos invitándolos a nuestra
acostumbrada exhibición de cine. Hoy: Un gallo en corral ajeno, con el cantor
Jorge Negrete y la bella Gloria Marín. Habrá: ma-ariachis; ca-anciones;
pa-atadas, ba-alazos, tro-ompadas… ¡Película mexicana netamente hablada en
español!”. El nombre de la película cambiaba. Los mariachis, patadas y
trompadas permanecían. Entre uno y otro aviso las distribuidoras invitaban
canciones. Los del Regis rancheras. Los del San Juan rocanrol.
A las siete de la tarde en punto el “Churra” anunciaba:
“Dos selecciones más y empezaremos nuestro acostumbrado cale”, y en el rancho
las mujeres dejaban lo que estuvieran haciendo, abrazaban a la criatura que
tenían más a la mano y corrían al Salón, que estaba en lo más alto de un rancho
muy empinado.
Como pasa con los melones, el cale era la promesa de lo que
venía. La selección la hacía el propio “Churra".
La modernidad se ha impuesto; ahora los veinteañeros
ignoran el significado de cácaro y ahora el cale está en la parada del 258. Es
tan desabrido como un melón del Soriana en invierno.
Cine mexicano II
Abundaban los envidiosos en el rancho La Mazata, municipio
de Etzatlán. Se trata del mismo sitio al que una mina trajo una cortísima
bonanza y más tarde la pobreza eterna; ahí donde, entre los años 50 y 70 del
siglo 20, muchos se consolaban viendo películas en un cine llamado Salón: el
mismo que empleaba a un cácaro al que le llamaban El Churra (todo, con más
detalle, en Cine Mexicano I).
Los envidiosos de La Mazata también eran tacaños. No les
gustaba cooperar para la entrada al Salón, aunque el dueño —mi abuelo materno—
era comunista y decidió fijar un precio que obreros y ejidatarios pudieran
pagar.
Obreros no quedaban más que en la cabeza de mi abuelo y
algunos ejidatarios eran muy gorrones; invadidos por el rencor pegaban la oreja
en la puerta de madera del cine y, cuando la película estaba por llegar al
clímax, tiraban piedras al techo de lámina de la sala. Eso pasaba dos veces a
la semana y nadie se inmutaba; los de afuera ya sabían que iban a boicotear el
sonido de la secuencia más importante y los de adentro ya sabían que ese rato
nomás iban a oír pedradas.
Los de afuera eran siempre los mismos. Los de adentro
también y siempre se sentaban en los mismos lugares. Los niños adelante, en el
piso; los grandes atrás, en unas bancas de madera con respaldo, como las del
templo. Durante toda la función los de adentro y los de afuera engullían
semillas y cacahuates tostados, de los braceros de doña Toña; Adela, la de don
José, y María la del “Balazo”. Entre ellas no había mala fe.
Como las películas no tenían clasificación, los niños
miraban sin asombro a las cachondas rumberas y años más tarde a las
encueratrices, de la misma manera que los viejos veían ‘Aguiluchos’ (1930) y
‘Rin Tin Tin’.
En los intermedios, El Churra, el cácaro, que se vestía,
peinaba y rasuraba como Pedro Infante, cantaba una ranchera.
En pocas palabras, todos eran muy felices.
Un día llegó un televisor y luego otro y otro. El Salón
cerró a principios de los años 70. Sin trabajo ni quehacer, El Churra, que ya
era borracho, la agarró de todos los días, hasta que se murió de cirrosis.
La mayoría de los niños que acudía al Salón ronda los 70 de
edad y vive en Guadalajara. Todos salieron muy aficionados al cine. Nomás que
acá deben pagar unos 70 pesos por boleto y 50 pesos más si quieren unas
palomitas, preparadas por la misma empresa capitalista; aquí no hay intermedio
y los cácaros acabaron como los dinosaurios.
Eso sí, El Churra se venga todos los días: hace sonar los
celulares de gente ruidosa que vuelve sordas las películas, justo cuando la
película está en lo más emocionante.
Saludos Vanesa. Tus memorias nos transportan a esos tiempos dorados y nos hacen suspirar melancólicamente. Cómo me gustería que alguien, de los que conservan fotos del ambiente minero las compartieran en tu ,, tan atinado espacio. Debemos conocer mejor nuestro pasado.
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