Amigos de otros municipios nos preguntan por qué nada más
en esta sección publicamos lo de Etzatlán y siempre les hemos contestado… que
si mandan información y fotos con gusto publicamos las preguntas en esta
sección.
Con esta aclaración hoy publicamos este texto.
NO hubo respuestas, pero el SR. Pedro Casas fue el que nos pasó la información y nos comenta que las fotos las tomó del templo de Ahualulco de Mercado.
Nos comenta que al costado izquierdo (hasta delante) están las fotos de los mártires.
Beatos Jorge y Ramón Vargas González, Laicos. Mártires
Jorge nace el 28 de septiembre de 1899. Fue el quinto de
once hermanos. Recibió el bautismo el 17 de octubre de ese año, imponiéndole el
nombre de Jorge Ramón, aunque durante su vida utilizó sólo el primero.
Ramón nació el 22 de enero de 1905, el séptimo de la
familia. Su padre, Antonio Vargas Ulloa,
era médico, aquél hombre se desvivía por los enfermos de su comunidad. Su
madre, Elvira González Arias.
Los Vargas González tenía una posición económica acomodada.
Los hermanos realizaron sus estudios en la escuela parroquial, recibieron una
esmerada formación cristiana que se traducía en la vivencia de los valores
humanos y cristianos.
Jorge era reservado, pero cordial, piadoso y servicial siempre con todos. Le
gustaba el deporte, en particular el béisbol.
Ramón se distinguió por su jovialidad; tenía carácter
alegre y dócil; era tranquilo y optimista, poseía una delicada inclinación a la
caridad y era muy noble; le gustaba dar limosna y socorrer a los pobres.
En 1914 la familia Vargas González se trasladó a
Guadalajara. Don Antonio se quedó en su lugar natal para continuar con su
profesión médica y dirigir sus negocios. En Guadalajara, madre e hijos, se
alojaron en una amplia casa de la calle de Mezquitán, Jorge tenía 15 años y
Ramón 9, y por el color rojo de su cabello le llamaban “Colorado”.
Jorge estudió secundaria y preparatoria y después consiguió
trabajo como empleado en la Comisión Hidroeléctrica. Le gustaba la caza; tenía
novia; era cordial con todos y fiel en su trabajo. Era un joven fervorosamente
católico. Perteneció a la ACJM.
Por su parte, Ramón ingresó a la universidad, estudiaba en
la Escuela de Medicina, siguiendo los pasos de su padre y de su hermano
Francisco. Destacó por su dedicación a los estudios, su buen humor, su
camaradería para con todos, fue miembro activo de la ACJM. Su fe cristiana
estaba por ello bien cimentada. Como cristiano practicante participaba
diariamente de la Eucaristía, de rezo del Rosario y recibía frecuentemente el
sacramento de la confesión. También Ramón gustaba del deporte, él tenía
preferencia por el básquetbol, que se le facilitaba por su estatura; también
por los juegos de mesa. Su preocupación por los más necesitados la muestra
desde estudiante de medicina, atendía con especial caridad a los menesterosos y
aquellos que no podían pagarle ni un peso.
Desde que el episcopado mexicano ordenó cerrar el culto
público, la casa de los Vargas, como la de muchos cristianos, siempre estuvo
abierta para todos. A esa casa llegaban seminaristas, sacerdotes y laicos
perseguidos, todos eran acogidos con cariño y bondad. La familia sabía que se
arriesgaba a pagar multas, o ser encarcelados, incluso, a morir, sin embargo, a
nadie negaron hospedaje. Entre los que se ocultaron allí, se encontraba el
padre Lino Aguirre, quien sería luego obispo de Culiacán, Sinaloa, de quien
Jorge fue custodio y compañero de correrías. El P. Lino recorría en bicicleta
la ciudad Jorge seguía y vigilaba sus movimientos a cierta distancia para no
levantar sospechas.
La familia Vargas vivía una vida de trabajo y de fe
convencidas. Pero vivían aquella fe con todas sus consecuencias. Ello fue lo
que les hizo acoger en su casa al amigo Anacleto, columna de la resistencia
católica de Jalisco y sus alrededores.
Ya entrado el año1927, don Nacho Martínez conducía en su
carro a Anacleto González Flores, en el trayecto el automóvil sufrió un
desperfecto, justo en las calles de Herrera y Cairo y Moro (hoy Federalismo) ¿A
dónde ir? Los ocupantes temblaron, si los descubrían los podrían matar. Uno de
los ocupantes del auto dijo: Por aquí cerca viven los Vargas, ellos acogen a
los perseguidos, su casa es segura. ¿Dónde queda? En Mezquitán, dijo otro. Se
dirigieron allá, eran las cinco de la tarde. La Sra. Vargas, Nina y Lupe lo
recibieron en su hogar. A la hora de la cena, ya reunida la familia, se dieron
cuenta de que esta con ellos el “jefe” de la Liga. Aunque todos sabían el
riesgo que corrían, nadie se opuso, al contrario, lo acogieron con cariño.
Ramón cursaba el cuarto año de medicina y tenía 22 años de
edad cuando el Maestro Anacleto llegó a su casa, éste le propuso ir a los
campamentos de los cristeros para atender a los heridos. Ramón con gran
franqueza le dijo que no. Estaba convencido de que el camino de las armas, por
muy justo que fuese no iba a resolver los grandes problemas de los derechos y
de la libertad de los católicos; además tenía mucha ilusión de terminar su
carrera. Aunque le dijo a Anacleto que si veía que él corría algún peligro, lo
vendaría pies a cabeza, le daría un bastón y lo sacaría de allí.
El jueves 31 de marzo, después de jugar basketbol, Ramón
platicó a su amigo Rodolfo Pérez que no tenía deseos de irse a dormir a su
casa, a lo que el amigo le dijo: “Quédate a dormir en el hospital, no te vayas”.
A los que Ramón repuso: “Eso pensaba hacer, pero mi mamá y mis hermanas están
con pendiente si no voy”. Y Ramón se fue a su casa, llegó como a la media
noche.
Al día siguiente, en la madrugada, llamaron a la puerta de
la familia Vargas solicitando un medicamento y Ramón lo atendió por la ventana
de la botica. Momentos después los golpes fueron fuertes y persistentes,
anunciaron que traían una orden de cateo. Salió Florentino que estudiaba leyes
y conocía a mucha gente del gobierno, pero en cuanto entreabrió la puerta fue
amenazado con una pistola. Los esbirros se apoderaron del zaguán para
introducirse inmediatamente en la casa, la cual se encontraba ya totalmente
sitiada por la policía. El que dirigía la operación era Atanasio Jarero, jefe
de la policía del estado de Jalisco.
Todos los que estaban en la casa fueron detenidos,
incluyendo los huéspedes y los sirvientes. La Sra. Vargas llega al cuarto en
donde estaba su hijo Jorge y Anacleto y pide a Anacleto que huya por la huerta,
pero Jorge, asomándose, ve que en la azotea que da de un patio a otro, hay
policías, y uno de ellos apunta con su pistola hacia abajo. Anacleto corre al
comedor y se esconde debajo de la mesa, pero esta no tiene mantel y uno de los
policías lo descubre. El policía ve que Anacleto tiene empuñadas las manos y le
pide que las abra, en ellas traía muchos pedacitos de papel, el policía le pide
que diga qué decía ese papel, a lo que Anacleto responde que era una carta de
familia, éste le da un golpe con la cacha de la pistola, Ramón trata de
defenderlo, pero el policía también lo golpea.
Ya en la calle, en medio de la confusión, Ramón logró
escapar, pero al llegar a la esquina, pensó y dio vuelta atrás para unirse al
grupo y ser así apresado y vejado.
Un mismo calabozo sirvió para alojar a tres de los Vargas
González: Florentino, Jorge y Ramón; su crimen, haber alojado a un católico
perseguido. En una celda de enfrente encerraron a Luis Padilla Gómez y a
Anacleto González Flores.
La entereza de ánimo de los hermanos se mantuvo, charlando
con desenfado antes de ser ejecutados. Por una orden de último momento, el
menor de los tres hermanos sería liberado, el indulto correspondía a Ramón,
pero él quiso que fuera su hermano Florentino el que pasara como el menor.
Florentino, fue separado del resto.
Antecedió a la muerte de Jorge algún tipo de tormento, pues
su cadáver presentó un hombro dislocado, contusiones y huellas de dolor en el
semblante; lo cierto es que llegada la hora, con un crucifijo en la mano, y
esta junto al pecho, el siervo de Dios recibió la descarga del batallón, que
ejecutó la sentencia.
Antes de ser fusilado, Ramón flexionó los dedos de su mano
diestra formando la señal de la cruz.
El último grito, expresión de su fe y fidelidad, antes de
expirar fue: ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva Santa María de Guadalupe!
Horas más tarde fueron puestas en libertad la madre y
hermanas de los Mártires. Por la noche dejaron en libertad a Florentino. Los
Vargas González creían que éste había sido fusilado y enterrado en alguna fosa
común porque solamente les habían entregado los cadáveres de Jorge y de Ramón.
Durante el sepelio, cuando la madre de las víctimas
estrechó en sus brazos a Florentino, le dijo: “¡Ay, hijo! ¡Qué cerca estuvo de
ti la corona del martirio!; debes ser más bueno para merecerla”; el padre, por
su parte, al enterarse cómo y por qué murieron, exclamó: “Ahora sé que no es el
pésame lo que deben darme, sino felicitarme porque tengo la dicha de tener dos
hijos mártires”.
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