La leyenda de Martín Toscano
Redactado por Lorena García Caballero.
Desde que era muy pequeña, mi abuelo solía contarme muchas historias, y no solo a mí; el gusto por relatar era algo que manifestaba a cuanta gente lo visitaba. Era tan famoso “don Juan Caballero” por sus historias en todo Etzatlán y los pueblos de alrededor, que mucha gente viajaba exclusivamente para escucharlo. Mis padres, hermanos y yo vivíamos en el D.F. y no podíamos ir con frecuencia a Etzatlán, Jalisco, situado a hora y media de Guadalajara, pero cuando íbamos, la mayor parte del tiempo —más que al lado de mis primos que compartían conmigo edades y afinidades como el juego y las travesuras—, permanecía con mi abuelo.
Debo confesar, además, que era su consentida y era éste un verdadero privilegio entre los privilegios, pues no era nada afectuoso ni demostrativo, ni con mi abuela, ni con sus hijos, ni con el resto de sus nietos. Me tenía un especial cariño porque, decía, que me parecía mucho a su madre; solía tocarme mucho la frente diciéndome que era muy amplia y que eso significaba que iba a ser muy inteligente; me alzaba el cuello y colocaba a contraluz mi rostro para ver mis ojos y decía: “Sí, tienes ojos de gato, los mismos de mi santa madre que en paz descanse. No sé por qué tu madre no te puso Julia, como tu bisabuela, nomás eso te faltó pa’ que fueras de veras igualita a ella”.
Mi abuelo materno, don Juan Caballero Martínez, era un hombre fuerte, con las manos gruesas y toscas, hechas así por el pesado y largo trabajo del campo; con el cuerpo delgado, pero fuerte, de estatura media, escaso cabello, piel morena y unos ojos con marcada forma cóncava que delataban su descendencia indígena. Se le conocía por su fuerte carácter, hombre de pocas palabras, pero muy certeras y directas; hablaba sin rodeos y sin titubeos; acostumbraba mirar fijamente a los ojos a todos sus interlocutores; me decía: “Mija, tenga mucho cuidado del cabrón que no la mire a los ojos; si es un hombre que usté’ quiere, fíjese si la mira o no; si le desvía la mirada, no es digno de usté’, seguramente algo le esconde el hijo de su tiznada madre, u otras intenciones no tan bueni- sanas tenga; si se trata de una vieja, cuanti más cuidado, porque esas, aún mirándolo a uno a los ojos, pueden engañar”.
A todas sus recomendaciones estaba siempre atenta; a veces me asustaba que usara muchas palabras altisonantes; pensaba que estaba enojado, muy enojado. Pero conforme pasaba el tiempo y observaba que no era el único que hablaba así, sino que era cosa común entre la gente de Etzatlán, empecé a relajarme y a disfrutar más de las cosas que me contaba. Mis primos le tenían miedo; no se explicaban cómo es que no me intimidaba el temible don Juan; luego, para aumentar su admiración e incredulidad, cuando caminábamos en grupo hacia la Cruz de Quesada, la parte más alta del cerro del pueblo, descansábamos sobre las piedras que rodeaban un arroyo y acostumbraba contarles, a mis primos, las historias que mi abuelo me relataba. Su admiración crecía y crecía y quedaban siempre deseosos de escuchar más, pero yo sólo les daba probaditas; nunca conté las historias con detalle ni completas. Aún así, recuerdo haberles contado todas, excepto una: la leyenda de Martín Toscano. No la omití movida por la envidia; no es que no hubiese querido compartirles esta historia: simplemente sabía guardar un secreto y cumplir una promesa. Mi abuelo me había dado indicaciones de que no se la contara a nadie, pero ciertos acontecimientos me han indicado que este es momento de darla a conocer. Así que, con las palabras lo más apegadas al discurso de mi abuelo, escribo lo que aquel verano de 1990 me contó.
Estaba sentada a la mesa con mis padres y mi abuelo. Mi abuela calentaba las tortillas y acercaba a la mesa los deliciosos frijoles de olla que tanto me gustaban. Siempre disfrutaba mucho comer allí, pues había queso fresco, leche, jocoque, nopales; en fin, siempre había mucho qué comer y muy rico. Mi abuelo se quejaba de un dolor en la espalda y me ofrecí a darle un masaje después de la comida; después de todo, él me había enseñado a hacerlo y era un buen momento para agradecerle la transmisión de ese conocimiento y de ponerlo en práctica.
—Ay, mija, ora sí me duele todita la espalda, desde el cuello, como si me hubieran picado hartos alacranes. Acuérdese cómo le enseñé, comience jalándome el cuerito del cuello y luego apriete fuerte con los dedos índices atrás de las orejas; así, así mero; siempre lo dije, que usté’ era bien abusada, mire que hasta pa’ dar masaje resultó bien chingona, como su abuelo. A mí me buscaban bien mucho, hasta hace poquito pa’ que les compusiera un hueso, o los sobara de espanto; llegué hasta a curar ganado con solo darles unos apretones, pero las juerzas ya se me están yendo, mija, cada vez su viejo aprieta y camina menos recio.
—Ni crea que no sé qué día es hoy; tengo muy mala memoria pa’ las fechas pero su madre me dijo que hoy era su cumpleaños; ya tiene siete años mi muchachita, tan parecida a mi santa madre.
—Mire, pos’ como yo creo que ya está en edad de entender muchas cosas y de acordarse de todo lo que este viejo bombo le diga, le voy a contar una historia que a nadie más le he contado; nomás eso sí, nada de contársela a nadie porque ni crea que no me he enterado que tiene a todo el chiquillalalal con el hocico abierto, nomás escuchando cuanta cosa les dice. No mija, usté debe aprender a guardar secretos y a cumplir promesas. ¿Sabe qué es un secreto? Ah, exactamente, una cosa que se guarda pa’ uno mismo. ¿Y sabe qué es una promesa? ¿Cómo que no? Pos’ ahorita mismo lo va a saber porque la voy a hacer que me prometa que a nadie le va a contar esto, hasta que llegue su momento.
—Mire, cuando yo era todavía joven y estaba sani- fuerte, le ayudaba a mi padre en la Sierra del Tigre, allá en las montañas de Mazamitla, donde nació y creció su madre. Me levantaba bien temprano y me acomodaba unas chingas que pa’ qué le cuento. ¡Eso sí era trabajar! No como las chingaderas que muchos jóvenes de ahora llaman trabajo. Acababa rete cansado; la jornada era bien larga. Me levantaba desde las cuatro de la mañana y desde allí hasta las seis o siete de la tarde terminaba de sobarme el lomo. Mi santa madre, que en paz descanse, nos ponía en unos canastos tacos de frijoles y unos aguacates bien sabrosos y con eso teníamos pa’ aguantar todo el día.
—Le ayudaba a mi padre en todo. Siempre supe lo que era chingarle pa’ ganarse el pan. Un día que estábamos apartando las vacas, una que se llamaba “la Torcasa”, se nos puso rejega y se salió del grupito. Mi papá me mandó a buscarla. Me juí siguiendo el rastro que habían dejado sus pezuñas hasta que llegué adonde terminaba la última pisada. Había caminado mucho, pero mucho, mija, no se imagina cuánto. Sentía bien ardorosos los pies y los huaraches ya estaban bien gastados de las suelas. Estaba nomás bien concentrado en encontrarla pa’ que mi padre no se enojara y no me había dado cuenta de lo lejos que estaba de la vereda. Miré hacia abajo y divisé el corral y los animales y se veían bien chiquititos. Nomás ponía mi dedo tantito delante de mi ojo y no se veía nada. Estaba en la parte más alta del “cerro canelo”, adonde su bisabuelo me había prohibido que llegara, quesqué porque allí pasaban cosas raras. No lo hice por desobediencia, uy, qué esperanzas que me animara a desobedecer a mi padre, no, mija, llegué allí siguiendo a la “Torcasa”. Estaba frente a una cueva y sentí harto miedo porque no se divisaba nada; las pezuñas del animal se perdían exactamente a la entrada de la cueva y pensé: "¿entraré o no entraré?" Total, pos’ ya estaba allí; me armé de valor y le empecé a rezar en voz alta a la virgencita de Talpa pa’ que nada me pasara. Caminaba bien despacito porque como no se veía nada, me daba miedo caerme o pegarme con algo; nomás sentía el vientecito de los murciélagos que pasaban cerca de mi cara. ¿Sabe cuáles son los murciélagos? Ah, pos’ son unos animales muy feos, que tienen pelos y vuelan y algunos muerden y le pasan a uno la rabia. Bueno, pos’ seguí caminando hasta que me resbalé porque había una parte del suelo que estaba como enlodada. No pisé bien y caí unos metros pa’ bajo. Me rompí una pata, oí bien clarito cómo tronó, pero como ya pa’ ese entonces los curanderos me habían enseñado a acomodar los huesos, yo solito lo enderecé. Ay, mija, ni se imagina el dolor que se siente. Estaba en eso cuando sentí una mano sobre mi hombro, como que ya medio empezaba a ver porque me estaba acostumbrando a la oscurida’, miré de reojo la silueta de un vale; me volteé muy rápido y lo tuve de frente, yo seguía tirado en el suelo. Lo iba mirando cada vez más clarito. Vestía como esos hombres blancos de barba, grandotes que se ponían trajes de unas telas bien finas; algunos parecían que hasta traían bordado oro. Este tenía unos huaraches muy raros; era la primera vez en el rancho que veía a alguien que tuviera cubiertos totalmente los pies, con unos huaraches cerrados como puntiagudos. Luego, no tenía mecate; alrededor de su pantalón tenía un cinto que tenía hartos dibujos y letras, ni les entendí; tenía sombrero, pero no crea, mija, que era como los que estilamos los rancheros; no, este tenía otra forma y era de otro material.
—¿Qué lo trae por aquí, joven?
—No, pos’ nada, señor; mire que llegué aquí por puritita casualidá; estábamos pastoreando el ganado mi padre y yo y pos’ ya sabe que no todos los animalitos acatan; se nos salió del huacal una vaca y llegué hasta aquí nomás de seguir sus pisadas.
—¿Y creéis que la vas a encontrar todavía?
—Pos’ eso espero porque si no, mi padre me va a acomodar una chinga bien buena con la cuarta
—Yo he visto a vuestra vaca por aquí. Tuvo la osadía de entrar a mi cueva y vosotros también.Tenéis mucha suerte de seguir con vida; aunque más que suerte, debo decir que es piedad de mi parte, porque me has caído bien, porque sé que no habéis venido por lo que todos vienen a este lugar.
—¿Y a qué es a lo que todos vienen aquí, señor?
—¿Es que no habéis escuchado hablar de Martín Toscano?
—No, señor.
—Yo soy Martín Toscano. Mis padres llegaron aquí, huyendo de la guerra civil española. Yo era joven, como tú. Nos hicimos de muchas propiedades. Mi padre hizo negocios con mineros de Zacatecas, con los más ricos y grandes hacendados de todo el bajío y me dejó de herencia un tesoro inmenso. Además, me dejó muchas propiedades. Las propiedades las perdí todas porque no tuve descendencia y me hice de muchos enemigos, porque las mujeres de por aquí me seguían mucho y como hombre —teniendo la mesa puesta— hubiese sido un verdadero imbécil si no comía de los frutos que se me ofrecían. Deshonré a muchas; cómo no se iban a enojar sus padres y pretendientes, los que sí las querían para algo serio. Siempre fui muy solitario y desconfiado porque sentía que todos querían robarme y mis miedos se cumplieron porque todos los lugareños de Mazamitla se pusieron de acuerdo para quitarme mis tierras. El pueblo entero estaba enfurecido. Una madrugada salieron con escopetas, piedras y palos y fueron a mi casa a sacarme por la fuerza; me gritaban que me fuera del lugar, que dejara a las jóvenes en paz y que no volviera jamás, que les regresara lo que era de ellos. Trataron de derribar la puerta pero estaba reforzada con metal; era uno de esos portones grandes que ya no se usan. Desde dentro les grité que se calmaran, que dejaran de golpear y gritar, que me iría y les dejaría todo pero que me dejaran llevar una carreta y mi caballo. El padre Gonzalo, que parecía ser quien lideraba la emboscada, calmó a la muchedumbre y gritó desde fuera: “Está bien, sal con tu carreta y tu caballo, lo más pronto posible, te doy mi palabra de que no se te hará daño alguno, pero ya deja en paz a esta gente”. Me vestí rápidamente, exactamente con la ropa con que me veis vestido ahora. Con todas mis fuerzas, cargué siete costales muy grandes repletos de oro puro y los eché a la carreta. Abrí la puerta y vi cómo la gente me iba haciendo espacio poco a poco para que pasara. Mientras avanzaba, bajaban los brazos amenazantes, pero no me quitaban la mirada de encima. Dirigí a mi caballo hasta esta cueva; pensé que aquí podría resguardarme mientras pensaba en qué hacer o buscaba a una de mis amistades para que me ayudaran a calmar a los indios, pero no venía solo. Durante todo el trayecto, alguien me venía siguiendo y no me había dado cuenta hasta que volteé al suelo y me percaté de que había unas pisadas, muy cerca de las marcas de las ruedas de la carreta. Lo primero que pensé en hacer fue esconder los costales de oro; como eran muchos y muy pesados, me metí a la cueva con todo y caballo y carreta. Solo unos pocos metros porque el animal estaba muy asustado. Salí de la cueva y estaba allí, frente a mí, don Nicanor, padre de una de las mujeres que había tomado por la fuerza. Antes de que pudiera hacer algo, se acercó a mí con suma rapidez, sacó un puñal y me lo enterró en el pecho, justo en el corazón. Lo sacó y dejó que me muriera lentamente, desangrándome. Después se metió a la cueva; pasaron un par de horas y yo ya había muerto; lo sé porque me levanté sin rastro de la herida. Mi traje estaba limpio y trataba de tocar las cosas pero no podía. Caminé hacia la cueva y vi a don Nicanor, hurgando los costales de oro; tenía ya unos trozos metidos en los pantalones, otros en su morral, pero aún así seguía sacando más y más y no se los podía llevar. Le dije lo que mi padre me había dicho una vez respecto de los tesoros:
«Para robarse un tesoro, don Nicanor, hay que llevárselo todo porque si no, algo pasa.»
—El hombre —continuó Martín Toscano— atónito, dejó caer las barras de oro que tenía en las manos y salió corriendo despavorido.
—Pasaron los meses y comenzaba a habituarme a mi existencia fantasmal, pero a veces me desesperaba mucho y me llenaba de furia, porque no podía ni descansar espiritualmente ni disfrutar en el mundo material. Decidí vengarme de don Nicanor. Una noche, cuando ya él ya estaba dormido, me recosté en el bordo de su cama y comencé a decirle al oído: “¿Por qué, por qué me mataste?”. No sabía que podía sentirme, pero muy pronto me di cuenta de esto porque vi, con toda claridad, cómo se le erizaba el cabello. Se despertó, parecía que se le iban a salir los ojos; respiró haciendo un extraño ruido y murió. Después de su muerte comencé a recibir a la cueva visitas de otras personas; parecía que don Nicanor había contado la historia del tesoro que aquí se esconde. Al principio venían sólo personas de Mazamitla, luego comenzaron a venir de lugares más lejanos; hasta llegaron a venir extranjeros pero todos han tenido el mismo final: se han muerto, y todos aquí, en mi cueva. No entienden que para llevarse un tesoro debe ser completo, o pasan cosas.
—No, señor, yo ni sabía de usté’; es más, ni me animaba a venir pa’ ca’ porque mi padre me lo tenía bien prohibido.
—¿Y quién es vuestro padre?
—Don Leopoldo Caballero.
—Ah, sí le conozco. A menudo platico con él. Es un hombre que de verdad hace honor a su apellido. ¿De modo que no le había contado nada de mí, eh? Mmm..., supongo que lo ha hecho para protegerlo y para mantenerlo puro, limpio de la avaricia. ¿Cuál es vuestro nombre?
—Juan, señor.
—Muy bien, Juan; vamos a hacer una cosa, yo te dejo salir con vida de mi cueva pero vosotros no le contáis mi historia a nadie. Además, tendrás que venir a visitarme al menos una vez a la semana para platicar conmigo, así se me pasa un poco el aburrimiento. Para hablarme tendrás que decir tres veces: “compadre Martín Toscano”. Te sentarás frente a la piedra más grande que está a la entrada de la cueva. Por nada del mundo vuelvas a entrar. Entonces saldré y platicaremos. Si faltas algún día, no te dejaré dormir e inyectaré en tu alma la mácula de la avaricia; entonces querrás venir a la cueva por mi tesoro, intentarás llevártelo, pero como sólo hay un modo de llevárselo todo —y jamás revelaré el modo— fracasarás. Entonces no serás más ya mi compadre.
—Y así lo hice, mija. Durante mucho tiempo subía hasta lo alto del “cerro canelo” y platicaba horas enteras con mi compadre Martín Toscano, al menos una vez a la semana, como él me lo había indicado. Pero una vez, me picó una coralilla que ya me andaba muriendo. Pasé tumbado en la cama más de quince días. No pude visitar a Martín Toscano. Después que ya estaba mejorcito juí pa’ dispensarme pero estaba bien encabronado. Me dijo que no me dejaría descansar, que no tenía excusa. De allí pa’ delante no he podido dormir a gusto porque nomás pienso en el tesoro y en cómo hacerle pa’ sacarlo completo. Si me he aguantado de no ir a buscarlo es porque me he encomendado a la virgencita que no me ha dejado que me busque la muerte. La cosa no terminó allí; juí de vuelta a buscar a Martín Toscano y le dije que me dispensara, que no lo había ido a visitar por enfermedá. Le pregunté que qué podía hacer pa’ que me dejara de perseguir con la idea de quitarle el tesoro. Me dijo que el único modo de hacerlo era contándole esta historia a alguien que supiera guardar el secreto, alguien a quien yo le tuviera harta confianza y alguien que tuviera su corazón limpio, libre de avaricia, deseo de poder y pos’ resulta que esa has sido tú, mija.
Desde que mi abuelo me contó esto, soñaba seguido con un apuesto y elegante español, montado en un hermoso percherón que me sonreía. Se me empezó a meter la idea, cada vez más recurrente, de ir al cerro canelo y buscar la cueva de Martín Toscano. Hace poco, sentí en mi cama, al lado de mi almohada, un bulto: como que alguien se había sentado allí. Tuve mucho miedo, pero me lo aguanté. Quise abrir los ojos, pero no me atreví; los apreté tan fuerte como pude. Luego sentí cómo se me erizaba toda la piel. Entonces una voz ronca me dijo al oído: “si queréis que mi tesoro no te persiga y tu corazón siga limpio, escribe mi historia; te librarás de mí, pero a quien la lea, le pasarán cosas”.
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